Transferencia de competencias en materia de Sanidad Penitenciaria a las Comunidades Autónomas: la visión de los profesionales
J García-Guerrero
Centro Penitenciario de Castellón.
Ley de 14-12-1942, creadora del Seguro Obligatorio de Enfermedad. Constitución Española de 1978 que establece la universalidad del derecho a la salud. Real Decreto Ley de 16-11-1978 de creación del INSALUD. Ley general de Sanidad de 14-04- 1986 de creación del Sistema Nacional de Salud. Traspaso de competencias sanitarias de la administración central a las autonómicas (1981-2001)…
El Sistema Nacional de Salud es hoy un referente para toda la población y ha integrado en su seno, tanto a las distintas redes asistenciales de carácter público existentes previamente, como a toda la población que por diversas circunstancias recibía asistencia de todas esas variadas redes. ¿A todos…? No. Un pequeño grupo de unos 65.000 ciudadanos dispersos por todo el país resisten una y mil veces a la integración como los populares y heroicos habitantes de la conocida aldea gala, no se sabe muy bien si por la suprema fuerza que reciben de una desconocida poción mágica o por que el Imperio, simplemente, no los quiere conquistar.
La idea de la conveniencia o necesidad de que la Sanidad Penitenciaria esté integrada plenamente en la estructura sanitaria general del país no es nueva. Ya en la exposición de motivos del Decreto de 5 de julio de 1933, regulador de diversos aspectos de la vida y la asistencia médica en prisión, se señala expresamente que "…es necesario evitar que la Sanidad Penitenciaria constituya un cantón independiente del resto de la Sanidad del Estado, sin relación alguna con las instituciones provinciales de Sanidad…". Según se sigue leyendo en este Decreto, la desconexión entre uno y otro sistema produce disfunciones como que los médicos penitenciarios carecen de medios de los que si disponen las instituciones extrapenitenciarias, lo que podría facilitar la exportación de casos de enfermedades infecciosas desde las prisiones, con el consiguiente riesgo para la población general. Salvando las distancias temporales, los mismos lógicos argumentos que estamos manejando ahora.
La normativa reguladora de la vida en prisión durante el franquismo está constituida por el Reglamento de los Servicios de Prisiones de 5 de marzo de 1948 y el de 2 de febrero de 1956 que lo sustituye. Hablando de conexión con el resto del sistema, en ambas normas se consagra el aislamiento de la Sanidad Penitenciaria (SP) de la del resto del Estado. Además se impone a los médicos su asistencia a las Juntas de Régimen y Administración, integrándolos de lleno en la organización de la prisión, más allá de su función médica específica.
Con la llegada de la democracia se promulga la Constitución, e inmediatamente después la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP), primera ley de rango orgánico de la etapa democrática. Esta ley no establece previsión alguna en su articulado respecto a la integración de la SP en el sistema público, que por otra parte, en aquel momento no tenía una suficiente estructura asistencial creada. La Ley General de Sanidad de 25 de abril de 1986 tiene como objetivo fundamental hacer efectivo el derecho constitucional a la protección de la salud y en ella se diseña el Sistema Nacional de Salud (SNS) como sistema que debe comprender toda estructura de la sanidad pública y en el cual, por expreso mandato legal (Disposición final tercera de la norma), el subsistema de la Sanidad Penitenciaria debe participar.
El vigente reglamento penitenciario también aborda esta cuestión. En el capítulo I de su preámbulo se habla de la necesidad de adaptar la normativa penitenciaria a los principios establecidos en la Ley general de sanidad, "…así como a la efectiva asunción de competencias por las comunidades autónomas". En el capítulo III del preámbulo de esta norma se reconoce la insuficiencia de la Administración Penitenciaria para hacer frente, ella sola, a una atención integral de salud a los reclusos. No obstante, en este apartado no se habla de transferir competencias, sino de articular cauces de colaboración y formalizar convenios con otras administraciones sanitarias (como si la administración penitenciaria fuera una administración sanitaria más), para garantizar el derecho a la salud de las personas privadas de libertad.
Especial consideración merece en esta sucinta revisión histórica la Ley 16/2003 de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, que en su exposición de motivos habla de la universalidad de los cuidados médicos para toda la población y de que estos deben ser prestados con criterios de equidad y calidad. Esta norma, en su archiconocida Disposición Adicional sexta establece, sin otra interpretación posible, la obligatoriedad del traspaso de competencias en materia de sanidad penitenciaria , para su posterior integración en los respectivos servicios de salud autonómicos.
También en los últimos años se han sucedido en el Congreso de los Diputados y en algunos parlamentos autonómicos diversas mociones y proposiciones no de ley, presentadas por varios partidos políticos y aprobadas en más de una ocasión por todas las fuerzas del arco parlamentario, en las que se insta al Gobierno de la Nación a hacer efectivo esta traspaso de competencias. La última de ellas presentada en marzo de 2005 por el Partido Popular y apoyada por todas las fuerzas políticas, con la única abstención del PNV.
Todos parecemos estar de acuerdo en las bondades de que la Sanidad Penitenciaria se integre plenamente en el Sistema Nacional de Salud, políticos, legisladores, gestores sanitarios y profesionales. Hemos de agradecer a esta Administración el haber iniciado el proceso, pero también hemos de decir que no nos gusta la práctica de conveniar la asistencia con las CC AA, creemos que es una estación en la que no hay que parar y que solo servirá para dilatar el proceso. Debemos exigir el rápido cumplimiento del mandato legal existente (que, como es sabido, ya debería estar cumplido) y lo haremos en todos los foros a los que tengamos acceso porque creemos que, además del ya mentado mandato legal, hay suficientes razones de otra índole que lo aconsejan.
La actividad penitenciaria tiene como fin primordial la reeducación y reinserción social (Art. 25.2 CE), pero además nuestra Carta Magna consagra en su artículo 43 el derecho de todos a la protección de la salud. La asistencia sanitaria por tanto cobra especial importancia en el ámbito penitenciario de cara a conseguir ese objetivo constitucional de protección de la salud, objetivo que también reconoce como suyo la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) en su artículo 3.4 y el reglamento Penitenciario (RP) vigente, en su artículo 4.2. Estas obligaciones normativas por si solas bastarían para hacer de la asistencia sanitaria, un capítulo fundamental de la actividad penitenciaria en su conjunto. Se trata de cumplir con la obligación legal de proteger y tutelar un derecho fundamental como es la salud que nunca puede verse limitado por una sentencia de los ciudadanos privados de libertad. Pero es que, además, esta asistencia sanitaria tiene, si consideramos el objetivo constitucional genérico de protección de la salud de la población, una trascendencia que excede el propio ámbito penitenciario para adentrarse profundamente en el campo de la Salud Pública, con quien tiene directas e íntimas conexiones en orden a prevenir y romper la cadena de transmisión de múltiples enfermedades por un lado, y a llevar una estricta y necesaria supervisión de los tratamientos de algunas otras, cuestión que fuera del ámbito penitenciario se ve en muchas ocasiones extraordinariamente dificultado. Podríamos seguir mencionando aquí otros problemas sanitarios frecuentes en prisión y cuyo tratamiento allí redunda en beneficios para la sociedad, como las afecciones de la salud mental o las toxicomanías, o decir también que la asistencia sanitaria se focaliza sobre un colectivo de alto riesgo sanitario al que el resto del sistema tiene difícil acceso, pero ello no hará mas que abundar en una idea fundamental: la asistencia sanitaria penitenciaria resulta extraordinariamente rentable para la sociedad en su conjunto. Aunque sólo fuera por esta razón no se entiende la pertinaz e histórica indiferencia del Sistema Nacional de Salud ante la existencia de un sistema sanitario como el penitenciario, paralelo y ajeno a aquel, con estructura, organización, personal y medios completamente diferentes; pero estrechamente dependiente de él por sus múltiples limitaciones. Como tampoco se entiende el nulo interés demostrado, hasta hace solo algunos meses, por las autoridades penitenciarias en cambiar esta situación mediante el impulso de la transferencia de competencias en materia de sanidad penitenciaria a las comunidades autónomas y su posterior integración en el conjunto del sistema, como mejor forma de contribuir al objetivo constitucional de hacer efectivo el derecho a la salud de todos los ciudadanos.
Pero hay más. La población reclusa se compone preferentemente de varones jóvenes de una extracción social media-baja y con un nivel de instrucción en el que predominan personas con estudios primarios o primarios incompletos y con un componente minoritario, aunque importante, de inmigrantes de diversas etnias. Estos grupos generalmente llevan aparejados un mayor riesgo de enfermar y de que estas enfermedades sean más graves, además de un acceso más difícil a los servicios sanitarios generales. Como consecuencia final, presentan graves carencias de salud, con elevadas prevalencias e incidencias de determinadas enfermedades como toxicomanías, infecciones víricas y bacterianas y patología psiquiátrica en el momento de su ingreso en prisión. Por si fuera poco esta situación tiende a agravarse durante la permanencia en prisión. Factores como el hacinamiento, la insalubridad, la falta de unos servicios de salud dotados adecuadamente de personal y medios para prestar una asistencia de calidad y la ineficacia de los programas de prevención y promoción de la salud que se llevan a cabo en prisiones, contribuyen a empeorar el estado de salud de las personas privadas de libertad durante su reclusión. Esto es una injusticia y una pena accesoria que no tiene justificación alguna. Entendemos que esto muy probablemente es así porque la asistencia sanitaria de los presos depende no de las autoridades encargadas de la asistencia al resto de la población como debiera ser, sino de autoridades no sanitarias y para las que el objetivo de una mejor salud de los recluidos no es algo auténticamente prioritario.
Pero hay más. Los profesionales sanitarios de las prisiones ejercen sus funciones en condiciones de absoluta desigualdad en comparación con los profesionales sanitarios del resto del sector público. Su actuación se ve en múltiples ocasiones mediatizada por causas no médicas, se ven obligados a informar sobre sus pacientes de forma constante a otras instancias no médicas de la prisión, con la dilución del secreto profesional que ello conlleva, su actuación está permanente y absolutamente fiscalizada por instancias judiciales y administrativas, se ven obligados con frecuencia a realizar peritajes judiciales, con el envilecimiento de la relación médico-paciente que esa práctica conlleva, no hay establecida una carrera profesional, hay serias cortapisas a la actividad investigadora, no hay una regulación de las condiciones de prestación del servicio ni de las funciones de cada cuerpo, su condición de funcionarios les inhabilita absolutamente para realizar cualquier otra actividad laboral y sus retribuciones son escandalosamente inferiores a los médicos de atención primaria del Sistema Nacional de Salud. En términos legales no podemos hablar de inconstitucionalidad, pero moralmente estamos en nuestro derecho de hablar de ello ante la quiebra del principio de igualdad que todas estas condiciones suponen. Y todo ello se solucionaría en buena medida si los gestores de la sanidad penitenciaria fueran los mismos que los de la sanidad del conjunto de la población o sea, los del Sistema Nacional de Salud.
Pero hay más. La financiación de la Sanidad Penitenciaria es en muchas ocasiones doble. Al ser un sistema separado y ajeno por completo al nacional se dan situaciones tan chocantes como que una persona con su régimen de prestaciones a la seguridad social al corriente a todos los efectos, reciba asistencia en un hospital estando en libertad, ingrese en prisión y esa misma asistencia sea facturada y cobrada por el hospital a la prisión como si de un paciente privado se tratase. Es como si los derechos adquiridos por el paciente en libertad quedaran en estado de latencia a su ingreso en prisión, sin que el prestador de los servicios pueda reconocer estos derechos. Otra situación posible y que raya en lo grotesco es la de que el tratamiento crónico de un preso que sea pensionista, por edad u otras causas, deba ser religiosamente pagado por la institución penitenciaria, o que los medicamentos destinados al uso de los presos sean adquiridos por vías insólitas, en algunos casos de dudosa legalidad y de forma onerosa para las arcas públicas. En definitiva, una doble financiación para atender a un grupo de población pequeño… pero que ya de por sí, es muy caro. Seguro que todas estas disfunciones se solucionarían si todos formáramos parte del mismo sistema.
Pero todavía hay más. La dureza de las condiciones del trabajo en prisiones (extrema fiscalización administrativa y judicial, poca ó ninguna autonomía funcional, riesgo físico y psíquico, consideración de gheto profesional…), unida a su nula incentivación (escasas retribuciones, pobre reconocimiento social, ausencia de una carrera profesional…), y a la escasez de médicos con experiencia que se detecta en el resto del sistema en los últimos 3 ó 4 años, está llevando a que un número no despreciable de compañeros busque otros horizontes profesionales ajenos a prisiones y más gratificantes y a que las últimas ofertas de empleo público no se cubran en su totalidad; a ello hemos de añadir factores vegetativos como el envejecimiento de los profesionales que ahora prestamos servicio, con su cortejo añadido de enfermedades, jubilaciones, exenciones de determinados trabajos como guardias, incluso fallecimientos. En un colectivo pequeño como el nuestro el recambio es difícil y se está produciendo un empobrecimiento numérico alarmante, y una acumulación de trabajo con el sobreesfuerzo consiguiente. Con la Sanidad Penitenciaria integrada en el resto del sistema y siendo sus plazas una más como cualquier otra a cubrir en los concursos generales, esta circunstancia se solucionaría de un plumazo.
Hemos visto pues como un expreso mandato legal, razones de eficacia y rentabilidad en salud pública, de eficacia y equidad en los tratamientos de los enfermos, de igualdad en el trato en las condiciones de prestación del servicio entre los profesionales, de ahorro para el erario público y de supervivencia del colectivo que presta el servicio, obligan a que se produzca la integración de la Sanidad Penitenciaria en el Sistema Nacional de Salud.
El futuro pasa necesariamente por la normalización. El artículo 3.4 de la LOGP: "La Administración penitenciaria velará por la vida, integridad y salud de los internos" se debe entender no en el sentido de que "está prohibido morirse en la cárcel" como hasta ahora, sino en el sentido de que la Administración está obligada a crear en las cárceles las condiciones necesarias como para que su estancia en ellas no suponga un riesgo adicional para la vida, integridad o salud de los recluidos. Con este simple cambio de filosofía y actuando en consecuencia, la Administración penitenciaria no tendrá más remedio que asumir realmente su incapacidad para prestar una asistencia sanitaria integral y acelerar el proceso de transferencias en esta materia.
Y al final del proceso podremos, como nuestros amigos galos, hacer una fiesta.
CORRESPONDENCIA
Centro Penitenciario de Castellón
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