EDITORIAL

Queremos agradecer a la Revista la posibilidad de ampliar nuestro texto, próximo a ser publicado, “Guía para la atención a los trastornos somatomorfos en el ámbito penitenciario”, en aspectos que superan lo estrictamente técnico y que consideramos han de estar presentes en su lectura, como telón de fondo, mediante la presente editorial.

Habitualmente los textos editoriales pretenden desarrollar una reflexión teórica, política o ideológica sobre algún hecho llamativo y actual de la realidad social, a modo de microensayos; sus contenidos deben situarse en el orden dialéctico, polémico, ofreciéndose como apertura y estímulo el debate y el intercambio de las distintas perspectivas observacionales posibles, para ampliar la descripción y la comprensión del hecho reseñado; a veces, el editorial, es también un cartel, como un grito, que reclama la atención sobre algún suceso socialmente llamativo.

Quizá pueda parecer brutal, pero el reciente suicidio, acaecido en Fontcalent, en el que un internopaciente quema su cuerpo, también expresa trágicamente, aspectos que refieren a la relación mentecuerpo y que nos han estimulado a incluir este desafortunado hecho en nuestra editorial.

Iniciaremos nuestra reflexión desde la psico(pato) logía. No están recogidas en nuestro texto, como tantos otros aspectos, suficientemente, las formas de relación de la mente con el cuerpo, en la que este es utilizado por el sujeto como instrumento expresivo de las emociones, como significante dramatizado, como vehículo comunicacional.

La forma en que se desarrolla la conducta suicida, la elección del modo, la escenografía elegida, el momento en que se produce…, está comunicando aspectos significativos sobre el sentido que dota el suicida a su última acción conductual y sobre los distintos estados emocionales que acompañan, que determinan dicha última acción.

Es evidente la presencia en las conductas suicidas de sentimientos y emociones relacionadas con la ira, la rabia, la hostilidad, la venganza, el rencor, el ataque o la huida…, que situan, la mayor parte de las veces, si exceptuamos los “suicidios altruísticos”, a estas conductas en el espectro psico(pato)lógico de lo paranoide, entendiendo este término como referido al conjunto de estados mentales presididos por la predominancia de sentimientos y pensamientos, también acciones, con un alto contenido de elementos destructivos, amenazantes y persecutorios.

Todo acto autolítico, salvo casos de solipsismo, implica la proyección de estos elementos paranoides a la realidad externa, habitualmente en forma de culpa persecutoria, de muy difícil elaboración, lo que generara un sufrimiento mental significativo a la persona o al grupo de ellas a quien dirige su acción el suicida.

El análisis de cada suicidio nos permite inferir las diversas formas psico(pato)lógicas presentes en su ejecución; así, podemos diferenciar la incapacidad de contención en el impulso del que se defenestra, de la paciente y oculta persistencia del que reune una suficiente cantidad de cualquier producto farmacéutico para quitarse la vida, correspondiendo, ambas formas de autolisis, como parece evidente, a organizaciones de personalidad bien diferenciadas; no tiene el mismo sentido comunicacional el suicidio mediante arma de fuego que el que se realiza en un contexto ceremonial, como pueda ser el “hara-kiri” del samurai japonés. Esta perspectiva nos permite, siempre limitadamente, poder establecer ciertos pronósticos, no sólo sobre los riegos de que una persona actúe autolíticamente, sino que también es posible establecer una cierta predicción sobre los aspectos formales.

Podríamos interpretar el suicidio del que hace arder su cuerpo como la expresión de una concretización de la metáfora “estar quemado”, “burn out” en la literatura anglosajona, que indica un estado mental de desvitalización desesperanzada atribuido a causas externas y que señala, cuando se actúa y deja de ser metáfora, un fracaso en la delimitación mente-cuerpo.

La forma de suicidio realizada mediante la incineración, suele comportar una forma pública de protesta desesperada habitualmente dirigida a alguna ideología o poder constituido, no suele ser una forma que se dirija a alguna persona en concreto, salvo si se realiza contra el poderoso; el matarse a lo “bonzo” es habitualmente una forma de denuncia contra algún aspecto del orden social.

La psico(pato)logía de la relación mente-cuerpo remite, como hacemos ver en nuestra Guía, a los trastornos que alteran la evolución madurativa de dicha relación que pasa desde un estadio inicial, en que lo mental aún esta por desarrollarse, la etapa más arcaica autosensorial, en la que casi todo es cuerpo, a la mente adulta, capaz de distinguir la actividad psíquica del funcionamiento corporal.

Este logro diferenciador es el que ha posibilitado, aun recientemente y no de forma generalizada, en algunos sectores de nuestra cultura, que la expiación de los pecados haya dejado de realizarse mediante el autocastigo corporal (cilicios, flagelos, cadenas...) para poder establecer el contacto emocional con la culpa, y la posibilidad de reparar, en el ámbito del espacio mental y poder, desde la diferenciación, mantener el dolor, la ansiedad, en nuestra mente.

Foulcault, en “Vigilar y castigar” ya nos ilustró como, en nuestro desarrollo colectivo cultural, también podemos observar una evolución paralela a la que hemos descrito en los individuos, en el orden judicial y penal, de tal modo que de la amputación de la mano, como castigo, al ladrón, se paso a trasladar el castigo a una de las funciones mentales más humanizada, la libre decisión sobre nuestros actos, mediante la privación de la libertad.

Lo mental, por lo tanto, se va ha hacer presente, desde esta diferenciación, (no es la mano la que delinque, es la persona), en la institución penitenciaria; afortunadamente superado también el carácter de venganza que comportaba su utilización como castigo, para dotar a la privación de libertad de un carácter rehabilitador de la conducta y volviendo, de algún modo, a restablecer el concepto, socrático e ilustrado, del delito como ignorancia.

Como profesionales de la Salud Mental, y como ciudadanos, consideramos que aunque dicho objetivo central penitenciario, la rehabilitación del delincuente, está suficientemente explicitado, en la práctica, a tenor de los resultados, consideramos que se reduce, en la mayoría de las ocasiones, a una mera adquisición, mediante la subordinación, de las conductas admitidas en las normas regimentales, con lo cual se puede lograr que un interno salga de prisión sin haber podido, o tenido, respetando los límites que la intimidad debe imponer, tratar el sentido de su conducta delictiva, impidiéndose, de este modo, cualquier posibilidad de rehabilitar realmente los contenidos mentales de la persona.

Pero más allá de esta necesaria “mentalización” que creemos, ha de estar presente en todas las tareas rehabilitadotas institucionales, y que han de enlazar con la reinserción socio-comunitaria, la asistencia al sufrimiento mental de los reclusos se ha constituido, por la cantidad y gravedad de las demandas, en campo terapéutico habitual para el personal asistencial sanitario de prisiones.

Esta situación, derivada de las, por otro lado, necesarias Reformas Psiquiátricas, obliga, como ocurrió con las enfermedades infecciosas, a una mayor capacitación de dicho personal, en sus recursos técnicoteóricos, para la atención de esta demanda.

Consideramos que la actual organización asistencial, dotada de solo dos espacios hospitalarios, disponibles para la atención a los trastornos severos, para el conjunto del Estado, si exceptuamos Cataluña, limita, mediante el desarraigo que implica ser atendido a cientos de kilómetros del lugar de convivencia los posibles logros terapéuticos.

En la misma línea nos parece evidente la necesidad de que las CCAA asuman una mayor corresponsabilización en la atención en el escalón asistencial especializado psiquiátrico a fin de que se salvaguarde el principio de equidad para la atención a la salud mental de las personas que cumplen condena.

 

Rafael Herrera y José Manuel Gallego
Psiquiatras. E.S.M.D. “Bahía”. Pto. Sta. María,Cádiz

 

CORRESPONDENCIA
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Ctra. Castellón, km. 3,400.
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