La objeción de conciencia sanitaria en el ámbito penitenciario

P Talavera

Profesor titular de Filosofía del Derecho. Universitat de València.

 

RESUMEN

Lo más coherente con la doctrina constitucional es concebir la objeción de conciencia como una manifestación del derecho fundamental a la libertad ideológica del art. 16.1 CE (asumiendo, por tanto, la legitimidad de toda conducta objetora), pero entendida como un principio; es decir: cualquier conflicto entre el derecho fundamental del sujeto y el deber jurídico que se rehúsa debe ser resuelto por el juez realizando un juicio ponderativo de bienes y valores. Este derecho fundamental persiste y puede ser invocado y ejercido por reclusos y personal sanitario en el contexto penitenciario, frente a las previsiones de imposición coactiva de tratamientos médico previstas por la LOGP y el RP, sin más límite que el orden público.

Palabras clave: Prisiones, Prisioneros, España, Actitud del personal de salud, Responsabilidad Legal, Ética Profesional, Principios Morales, Legislación.

 

 

CONSCIENTOUS HEALTH OBJECTION IN THE PRISON ENVIRONMENT

ABSTRACT

To be fully in accordance with constitutional doctrines the notion of conscientious objection must be understood as a manifestation of the fundamental right to ideological freedom as contained in art. 16.1 CE (assuming of course that all objecting conduct is legitimate), but it must also be understood as a principle. That is to say, any conflict between the subject’s fundamental right and legal duty that he rejects must be resolved by the judge who must make a careful judgement of values and property. This fundamental right still exists and may invoked and exercised by inmates and health personnel in the prison context in the face of predictions of the forcible imposition of medical treatment as stated in the LOGP and RP, with no more limit than public order itself.

Key words: Prisons, Prisioners, Spain, Attitude of Health Personnel, Liability, Legal, Ethics, Professional, Morals, Legislation.

 

 

1. DELIMITACIÓN CONCEPTUAL DE LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA

La "objeción de conciencia", no es originariamente un concepto constitucional o legal, sino que pertenece más bien al terreno de la filosofía moral o de la ética jurídica, de donde fue tomado por el lenguaje del Derecho para designar un posible supuesto de desobediencia al orden jurídico. Desde esa perspectiva filosófica, se entiende por objeción de conciencia la negativa del individuo a someterse, por razones de conciencia, a una conducta que, en principio, le sería jurídicamente exigible; bien porque la obligación proviene de una norma o de una condición funcionarial, bien porque se deriva de un contrato o de una resolución judicial o administrativa. En sentido más general podría definirse como la pretensión de desobedecer una ley motivada por razones axiológicas (no meramente psicológicas), de contenido primordialmente religioso o ideológico, eludiendo la sanción prevista para ese incumplimiento.

Estamos, pues, ante una acción de tipo individual y privado, que pretende una excepción a la ley general (cuya validez no cuestiona) y que se plantea ante la existencia de un conflicto de conciencia en el sujeto (la conducta que le exige la ley contradice la exigida por sus convicciones morales). No procede extenderse aquí en consideraciones de tipo teórico o doctrinal sobre las diferencias entre la objeción de conciencia y la desobediencia civil o "insumisión" (cuya naturaleza radica precisamente en su carácter colectivo, público, reivindicativo, político, cuestionador de la legalidad y, consecuentemente, sin la pretensión de eludir el castigo por el incumplimiento; al contrario, asumiéndolo como exponente de la injusticia legal que se denuncia). En todo caso, conviene no confundirlas ni en el plano teórico ni en el práctico. El insumiso no reconoce ni la validez, ni la legitimidad, ni la justicia de la norma y la enfrenta con su desobediencia, manteniendo su gesto público a pesar incluso de las consecuencias punitivas que ello le acarrea. El objetor sí reconoce la validez de la norma, lo que pretende es ser eximido individualmente de la conducta que ella le impone por una razón privada de índole moral.

Ahora bien: ¿bajo qué criterio un sistema democrático debe entender justificada la actitud desobediente de un sujeto que sólo apela a principios personales para incumplir una norma legal? Por un lado, debemos tener siempre presente la afirmación de González Vicén, uno de nuestro más ilustres iusfilósofos: "nunca existe una razón moral para obedecer al Derecho y sin embargo siempre existen múltiples razones morales para desobedecerlo"1. Partiendo de este presupuesto, y contando con que "las acciones determinadas por principios morales tienen siempre algún valor prima facie", podemos afirmar que el objetor en sentido estricto (es decir, aquel que no pretende cambiar una norma o alterar una política, sino sólo preservar su dictamen de conciencia y su comportamiento consecuente), cuenta siempre a su favor con una presunción de corrección moral; presunción que naturalmente podrá ser destruida, pero no en nombre de principios políticos formales o de la obligatoriedad absoluta de la ley democrática, sino cuando la conducta objetora lesione valores sustantivos que afecten a derechos de terceros, a la autonomía o a la dignidad de otras personas. Esto significa que la objeción de conciencia debe considerarse "a priori", no como una actuación sospechosa de ilegalidad, sino como una decisión valiosa y legítima del sujeto que, en su caso, deberá someterse a un juicio ponderativo posterior frente a otros principios y valores.

 

 

2. RECONOCIMIENTO Y COBERTURA LEGAL DE LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA

La objeción de conciencia pretende la exoneración de deberes jurídicos (eludir su cumplimiento y evitar la pena correspondiente), pero no puede traducirse en un puro y simple incumplimiento de tales deberes -infracción de normas- puesto que, en ese caso, su tratamiento pertenecería al ámbito de los delitos; es decir, estaríamos ante un supuesto tipificado en el Derecho penal. Para que el incumplimiento o la exención resulten jurídicamente reconocidos, es preciso que exista en el ordenamiento alguna norma que así lo disponga. Por tanto, el problema jurídico de la objeción de conciencia radica en encontrar la "justificación normativa" (cobertura legal) que autorice al sujeto a eludir determinados deberes jurídicos sin incurrir en un tipo penal o, si se incurre, evitando la sanción correspondiente.

La objeción de conciencia no se encuentra reconocida, bajo ninguna de sus posibles manifestaciones, en los documentos internacionales de derechos humanos. Tan sólo la Carta de Derechos de la non-nata Constitución Europea, en su artículo II-70,2, reconoce el derecho a la objeción de conciencia "de acuerdo con las leyes nacionales que regulan su ejercicio", lo cual supondrá, en caso de su futura vigencia, una muy débil protección de este derecho en el ordenamiento de la Unión Europea. Por su parte, la jurisprudencia relativa al Convenio Europeo de Derechos Humanos, aunque en algún caso ha admitido que las peticiones del demandante objetor sí tenían cabida en el ámbito del artículo 9 del Convenio (derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión), siempre ha sostenido que este precepto no garantiza, en cuanto tal, un derecho a la objeción de conciencia.

En el ámbito jurídico español, fuera de la mención recogida en el art. 30.2 de la Constitución Española (CE), con referencia expresa al servicio militar (y la posterior regulación de su ejercicio y de la prestación social sustitutoria), la objeción de conciencia no ha recibido ningún desarrollo legislativo. ¿Significa esto que, fuera del servicio militar –hoy inexistente-, no cabe amparar bajo nuestro sistema jurídico ningún otro supuesto? Desde una argumentación simplista podría responderse que sí: la ley obliga a todos y quien pretende incumplirla puede esgrimir razones morales o políticas pero no puede encontrar cobertura jurídica a su infracción. Sin embargo, la Constitución, que es directa y obligatoriamente aplicable por los poderes públicos, en su art. 10.1 señala que: "la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes (…) son el fundamento del orden político y de la paz social". Si entendemos la dignidad de la persona como "aquel valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión al respeto por parte de los demás" [Sentencia de Tribunal Constitucional (STC) 53/1985, Fundamento Jurídico (FJ) 8º], parece claro que nadie puede verse obligado a actuar contra sus convicciones más íntimas que configuran los rasgos de su personalidad moral. Es decir, la dignidad supone ante todo la capacidad de decidir autónomamente, de acuerdo con las propias convicciones, las acciones esenciales y significativas de la propia vida.

Desgraciadamente, la ubicación sistemática del art. 10.1 en el texto constitucional, hace de la dignidad un principio y no un derecho subjetivo fundamental que pueda ser exigido como tal por los particulares2. De ahí que para justificar el incumplimiento del objetor resulte imprescindible encuadrar su actitud en el contenido de algún derecho fundamental. De acuerdo con la doctrina constitucional, para que un interés determinado forme parte del contenido de un derecho fundamental, debe poder encuadrarse en alguno de los enumerados entre los arts. 14 y 29 del texto constitucional.

Una gran parte de la doctrina ha encuadrado la objeción en el contenido de la libertad de conciencia, reconocida en el art. 16.1 de la Constitución bajo la fórmula de "libertad ideológica, religiosa y de culto": una libertad práctica que, en principio, autoriza a comportarse en la vida personal y social de acuerdo con las propias convicciones. En opinión de muchos, este art. 16.1 CE ampara la existencia de un derecho general a la objeción de conciencia; esto es, el derecho a negarse a cumplir aquellos deberes jurídicos incompatibles con las propias convicciones morales o religiosas.

El único desarrollo legislativo que el derecho español ha brindado a la libertad de conciencia del art. 16.1 CE es la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (LO 5/1980 de 5 de julio). En su art. 2.1 establece el derecho de toda persona a: "profesar creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas (…)". El precepto no indica expresamente que el derecho a profesar o manifestar las creencias religiosas comprenda la posibilidad de incumplir obligaciones jurídicas incompatibles con la conciencia, pero el uso del término "manifestar" ha sido interpretado como comprensivo de todos aquellos actos que expresen un comportamiento conforme con las creencias de la persona, y eso incluiría la objeción de conciencia. La única diferencia entre la libertad ideológica y religiosa del art. 16.1 CE y la objeción de conciencia reside en un aspecto formal; en efecto, la objeción es el ejercicio de la libertad de conciencia en presencia de un mandato jurídico incompatible con las propias convicciones; de ahí que pueda afirmarse que estamos ante un auténtico derecho fundamental.

En otras palabras: el derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa comprendería no sólo el derecho a tener interiormente determinadas convicciones (cosa que, obviamente, el Derecho no necesitaba reconocer), sino también el derecho a comportarse externamente conforme a esas convicciones, esté o no tal comportamiento previsto por el legislador. No significa esto que exista un derecho fundamental "autónomo" a la objeción, sino que la objeción supone una especificación del derecho a la libertad de conciencia cuando el sujeto se enfrenta, o entra en conflicto, con deberes jurídicos contrarios a ella.

Esto genera una doble consecuencia: por un lado, que el ejercicio de la objeción no puede quedar limitado a las concretas modalidades amparadas y reguladas por la ley (hasta ahora únicamente la obsoleta objeción al servicio militar); y por otro lado, que debe gozar de una presunción de legitimidad constitucional (siempre y cuando se trate de una verdadera objeción de conciencia); es decir, debe despojarse de su trasfondo de "ilegalidad más o menos consentida" produciéndose una inversión de la prueba; o sea: presumiendo a priori su legitimidad y debiendo demostrar lo contrario, quien la cuestione, en sede jurisdiccional. La objeción de conciencia sería, pues, un valor en sí misma, ocupando un lugar central y no marginal en el ordenamiento, por la misma razón que ocupa un lugar central en la persona humana, junto con la libertad de pensamiento y la libertad religiosa.

A partir de estas dos consecuencias, casi todos concluyen en que la objeción es poco susceptible de plasmarse en una regulación legislativa, puesto que se trata, sobre todo, de aplicar principios (no reglas) y de aplicarlos para resolver controversias que pueden plantearse en cualquier ámbito del Derecho, en cualquier momento y por cualquier sujeto (lo que la convierte en normativamente imprevisible); de ahí que deba ser la jurisprudencia la que mantenga, como hasta ahora, el papel fundamental. Algunos, sin embargo, aun reconociendo que su regulación no podría ser muy pormenorizada, se inclinan por establecer previsiones, al menos en los siguientes puntos: personas que podrían acogerse a la objeción, actos incluidos en ella, procedimiento de su alegación y revocación explícita o implícita y medidas organizativas para suplir al objetor.

Al enfrentarse con el problema de admitir otros supuestos de objeción fuera del regulado, el Tribunal Constitucional enfocó inicialmente la cuestión como hemos explicado: "la objeción de conciencia constituye una especificación de la libertad de conciencia, la cual supone el derecho no sólo a formar libremente la propia conciencia, sino a obrar de modo conforme a los imperativos de la misma". En consecuencia, y "puesto que la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica... puede afirmarse que la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en la ordenación constitucional española" (STC 15/1982, de 23 de abril). El TC afirma que es un derecho reconocido explícitamente por el art. 30.2 frente al servicio militar, e implícitamente y con carácter general (no absoluto), en el art. 16.1 CE.

Esta doctrina se plasmó en la resolución al recurso de inconstitucionalidad planteado contra la Ley que despenalizaba la práctica del aborto en determinados supuestos y que guardó silencio a propósito de la objeción de conciencia. El recurso denunciaba precisamente la omisión de un reconocimiento explícito de la objeción a favor del personal sanitario. La respuesta del Tribunal fue concluyente: el legislador pudo haber regulado de forma expresa la objeción de conciencia al aborto (incluso tal vez debió hacerlo), pero su silencio no debe interpretarse como una negativa al ejercicio de la misma, pues el derecho a invocarla: "existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación", puesto que "la objeción de conciencia forma parte del contenido esencial a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la Constitución" (STC 53/1985, FJ 14º). En otras palabras, el TC reconoció la legitimidad de una modalidad de objeción no contemplada ni en la Constitución ni en la Ley, cuya única cobertura constitucional era el derecho fundamental a la libertad ideológica y de conciencia.

Sin embargo, esta forma de ver las cosas (aceptación de un derecho general a la objeción) se vio truncada por el propio TC en dos sentencias posteriores, a propósito de la Ley de 1987 reguladora de la objeción de conciencia al servicio militar. La doctrina emitida al efecto resultó decisiva para reformular el concepto de objeción y su conexión con el derecho fundamental a la libertad ideológica del art. 16.1 CE. En el primero de esos fallos, el TC afirma que la objeción de conciencia sólo resulta legítima en nuestro ordenamiento porque así lo establece el art. 30.2 de la Constitución, "en cuanto que sin ese reconocimiento constitucional no podría ejercerse el derecho, ni siquiera al amparo del de libertad ideológica o de conciencia, que, por sí mismo, no sería suficiente para liberar a los ciudadanos de deberes constitucionales o ‘subconstitucionales’ por motivos de conciencia" (STC 160/1987, FJ 2º). La segunda sentencia se pronuncia de una manera más rotunda si cabe, afirmando que: "la objeción de conciencia con carácter general, es decir, el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese cumplimiento contrario a las propias convicciones, no está reconocido ni cabe imaginar que lo estuviera en nuestro Derecho o en Derecho alguno, pues significaría la negación misma de la idea de Estado" (STC 161/1987, FJ 3º).

¿Qué conclusión podemos sacar a la vista de la jurisprudencia constitucional? La primera y más importante (al margen de constatar su contradicción), es que nuestro sistema constitucional permite concebir la objeción de conciencia de dos maneras diferentes: como reglas y como principios, utilizando una terminología muy extendida hoy entre los filósofos del derecho. Las dos sentencias de 1987 entienden que la objeción debe ser una regla expresa (norma positiva del sistema) y, por eso, afirman que no cabe un derecho general a objetar (nadie puede ser autolegislador) ya que sólo el legislador puede establecer los supuestos en los que existe un conflicto de bienes y el modo de resolverlo. Por el contrario, los primeros pronunciamientos del TC conciben la objeción como un principio: cuando existe un conflicto entre la libertad de conciencia del sujeto y los bienes que persigue una norma debe buscarse un equilibrio ponderativo que sólo puede decidirse en sede jurisdiccional. En otras palabras, existe un derecho a que toda conducta objetora sea sometida a un juicio ponderativo (que debe realizar un juez) para decidir la prevalencia entre las convicciones del sujeto y los bienes constitucionales que propugna la norma.

A la vista de la doble concepción, algunos autores proponen realizar una síntesis integradora de la jurisprudencia constitucional. Partir como regla general de la doctrina establecida en la STC 161/1987, de 27 de octubre (ya que su planteamiento así lo requiere) y considerar el resto de los pronunciamientos sólo aplicables a manifestaciones específicas de objeción sobre dos deberes jurídicos (servicio militar y aborto). La STC 161/1987, como hemos visto, parece querer establecer una "posición definitiva" del TC, descartando el carácter fundamental del derecho de objeción, al que sólo cabe calificar de "derecho constitucional autónomo", derivado del derecho más amplio de libertad ideológica y necesariamente conexo con el mismo, pero que debe ser reconocido en cada supuesto (STC 161/1987, FJ 3º). Siendo esta la regla general, sólo estarían tuteladas las formas de objeción de conciencia que el legislador (ordinario o constitucional) hubiera reconocido expresamente. En ese sentido debería interpretarse la doctrina del TC relativa al servicio militar y al aborto: sólo referida a los deberes legales relativos a la prestación de un servicio de armas y a la intervención clínica en prácticas abortivas3. El resto de formas o modalidades posibles de objeción no reguladas, serían ilegales y acarrearían la sanción correspondiente a la infracción de que se trate.

Aunque resulte loable este intento de síntesis jurisprudencial, resulta también incoherente y reduccionista puesto que, de hecho, acaba anulando un pronunciamiento expreso e inequívoco del TC cuando declara que "la objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la CE y, como este Tribunal ha indicado en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable en materia de derechos fundamentales" (STC 53/1985, FJ 14º). De ahí que lo más acertado, coherente y respetuoso con la doctrina constitucional sea concebir la objeción como lo que es: una manifestación del derecho fundamental a la libertad de conciencia (asumiendo, por tanto, la legitimidad de toda conducta objetora), pero entendida como un principio, es decir, considerando que las conductas objetoras no reguladas –que son todas, salvo la relativa al servicio militar– deben ser tratadas no como un delito, sino como un caso de conflicto entre el derecho fundamental del sujeto y el deber jurídico cuyo cumplimiento rehúsa, y que deben ser resueltas en sede jurisdiccional mediante un juicio ponderativo de bienes y valores. Nada más y nada menos. La objeción es, pues, un derecho fundamental, que no es absoluto ni incondicional sino limitado y, por supuesto, derrotable tras un juicio de ponderación entre los valores en conflicto.

 

3. LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA EN EL ÁMBITO SANITARIO

Cuando las convicciones religiosas, ideológicas, filosóficas o humanitarias de un sujeto plantean un conflicto de bienes respecto de algún deber jurídico en el campo de la medicina o la salud, nos encontramos ante la denominada genéricamente objeción de conciencia sanitaria. Dentro de este marco podrían presentarse teóricamente dos tipos de conflictos por razón del sujeto objetor: por un lado, la negativa del profesional sanitario a ejecutar un acto médico o prestación sanitaria (jurídicamente exigible), o a participar directa o indirectamente en su realización, por considerado contrario a sus convicciones morales o religiosas, o a principios deontológicos que entiende irrenunciables. Por otro lado, la negativa del paciente a recibir un tratamiento médico por considerarlo incompatible con sus convicciones morales, filosóficas o religiosas.

El segundo de los supuestos generó abundante jurisprudencia y literatura jurídica, mientras el principio de autonomía del paciente no fue expresamente reconocido y garantizado como derecho en 2002, a través de la Ley 41/2002 Básica reguladora de la Autonomía del Paciente y Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica. Hasta ese momento, el conflicto de bienes entre la libertad personal y la indisponibilidad de la vida enfrentó a quienes sostenían la prevalencia de uno u otro bien fundamental en casos como la negativa a hemotransfusiones por parte de Testigos de Jehová o el mantenimiento en vida de huelguistas de hambre, que fueron tratados como supuestos de objeción. La jurisprudencia del TC se pronunció sobre ambos supuestos estableciendo que "no existe el derecho a la propia muerte" (sentencias de 27 de junio de 1990; 19 de julio de 1990 y 17 de enero de 1991); y que "la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental" pero sí una "manifestación del principio general de libertad contenido en nuestro Derecho" (sentencia de 18 de julio de 2002). En función de esto, cabía la disponibilidad de la propia vida como ejercicio de la libertad pero no como derecho subjetivo (lo que excluía la participación de terceros en ello). Como consecuencia, el tercer supuesto establecido por el art. 10.9.c) de la Ley General de Sanidad, impidiendo negarse a un tratamiento médico "cuando la urgencia no permita demoras, por riesgo de lesiones irreversibles o peligro de fallecimiento" quedaba condicionado a la decisión última del paciente (consentimiento informado), que sí podría negarse4.

La Ley 41/2002 saldó todo el debate estableciendo el principio de autonomía de la voluntad en el ámbito sanitario (art. 2) que se sustancia en el derecho a la información clínica y asistencial (arts. 4 y 5) y en la exigencia del consentimiento informado para toda actuación clínica (art. 8, junto a las condiciones para el consentimiento por representación del art.9.3). Por otra parte, reduce a dos los casos en que el médico puede actuar sin consentimiento: peligro para la salud pública y urgencia extrema sin posible recurso a familiares o allegados (art. 9.2). En consecuencia, el actual panorama legislativo y la jurisprudencia del TC al respecto, permiten afirmar que todo paciente adulto y capaz puede negarse a recibir cualquier tratamiento, aunque éste sea vital, y esa actitud resulta legítima y conforme a Derecho tanto desde la perspectiva de la Ley 41/2002, como desde la posible invocación del derecho fundamental a la libertad de conciencia del art. 16.1 CE5. La aplicación del tratamiento, sin o contra el consentimiento del paciente, además de dar lugar a una responsabilidad civil y administrativa, podría dar lugar a responsabilidad penal por un delito de coacciones6. Por consiguiente, hoy carece en principio de sentido plantear actitudes de objeción de conciencia por parte de pacientes. Tan sólo en un ámbito sigue siendo posible que se produzca esta actitud: el ámbito penitenciario del que ahora nos ocuparemos.

El ejercicio de la objeción de conciencia por parte del médico y resto de profesionales sanitarios nunca ha estado ausente de debate y polémica. Actualmente, de manera particular por la inminente reforma de la regulación sobre el aborto y la previsible (e inexplicable) omisión de toda referencia a este derecho. La objeción puede generar situaciones conflictivas entre el objetor y el solicitante de asistencia; entre el objetor y sus colegas; entre el objetor y su superior jerárquico; entre un jefe objetor y los demás miembros directivos de la institución sanitaria; también tensiones con las autoridades gestoras o responsables políticos. De ahí la necesidad de que cuanto antes deje de moverse en un terreno ambiguo y pase a clarificarse y reconocerse jurídicamente como lo que es: un derecho fundamental. Mientras tanto, sólo existen tres supuestos de objeción de conciencia sanitaria expresamente reconocidos en el Derecho español: a intervenir en la práctica del aborto (aceptado por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional); y dos supuestos contemplados por la legislación autonómica: la objeción al cumplimiento de las instrucciones previas y la objeción de conciencia farmacéutica.

 

a) La objeción de conciencia al aborto

Este supuesto constituye, como vimos, un modelo paradigmático dado que los criterios aplicables al mismo pueden ser trasladados (con leves variaciones) a los restantes casos de objeción en el campo sanitario. Para evitar su punibilidad, el Código penal, en el artículo 417 bis, exige que el aborto sea "practicado por un médico o bajo su dirección", así como la presentación de dictámenes previos a su realización, emitidos por médicos especialistas, en los casos del aborto terapéutico y eugenésico. En consecuencia, el derecho a la objeción puede ejercitarse por parte del médico y del equipo que debe practicar el acto abortivo, del personal colaborador –anestesistas, personal de enfermería, etc.–; y de los especialistas encargados de emitir esos dictámenes preceptivos. Por el contrario, no está amparado por el derecho a la objeción el resto del personal –sanitario, administrativo y de mantenimiento– que preste sus servicios en un centro acreditado para la práctica del aborto.

La objeción puede plantearse en cualquier momento, no estando sometida su alegación a un plazo específico. Sin embargo, si fuera el caso, existe la obligación del médico de comunicar con carácter inmediato su negativa a realizar el aborto a la mujer que lo solicite, a fin de que ésta pueda acudir a otro facultativo con tiempo suficiente. Por otra parte, puede resultar conveniente, aunque no obligatorio, que el personal objetor ponga en conocimiento de la autoridad sanitaria correspondiente su objeción a intervenir en prácticas abortivas.

La alegación de la objeción comporta el derecho a no intervenir en la práctica del acto abortivo en sentido estricto, así como a no emitir los dictámenes previos, y a no realizar las actividades asistenciales anteriores –preparación del quirófano, del instrumental quirúrgico, etc.–, y posteriores al mismo. Además de la exoneración de intervenir en las actividades abortivas, la objeción no puede suponer ninguna discriminación para el objetor. En relación con esto, debe armonizarse el derecho del objetor a no ser discriminado con la obligación de la Administración de adoptar las medidas pertinentes para evitar que la objeción suponga la imposibilidad de realizar un acto médico, legalmente permitido, en un centro hospitalario público.

Por último, dado que el TC, al menos en este supuesto, ha calificado la objeción como un derecho fundamental, su único límite es el establecido por el artículo 16.1 de la Constitución; es decir, el orden público. Dentro de este límite, se encuentra el urgente o grave peligro para la vida o la integridad física o psíquica de la mujer embarazada. Es decir, el supuesto constitutivo del aborto terapéutico. Ante este supuesto, la objeción no exime al personal sanitario de hacer lo posible para salvar la vida de la madre, debiendo practicar el aborto si, de acuerdo con la lex artis, es absolutamente necesario para lograr esta finalidad, y no hay médicos disponibles son objetores. Sin embargo, esta actuación sólo será legítima si la mujer consiente (o si se halla inconsciente y no resulta factible consultar a sus familiares o allegados). Si se encuentra consciente y ha expresado su negativa al aborto, no se le podrá practicar en virtud del artículo 9.2 de la Ley 41/2002 (art. 417 bis.1 del Código penal), dado que está en su derecho de negarse, aún arriesgando su vida.

 

b) La objeción de conciencia a las instrucciones previas

El artículo 11.1 de la Ley 41/2002, regula los "documentos de instrucciones previas". La mayoría de las Comunidades Autónomas ha regulado el ejercicio del derecho a formular instrucciones previas y han creado los correspondientes registros. Algunas de estas normas autonómicas reconocen el derecho de los profesionales sanitarios a formular objeción de conciencia respecto del cumplimiento de las cláusulas contenidas en instrucciones previas. (Decreto 168/2004, de 10 de septiembre de la Comunidad Autónoma de Valencia, art. 5.3; Ley 3/2005, de 23 de mayo de la Comunidad de Madrid, art. 3.3; Ley 1/2006, de 3 de marzo, de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares, art. 6). Resulta inexplicable, cuando no absurdo, que unas Comunidades Autónomas reconozcan este tipo de objeción y otras no. De ahí la necesidad de configurar la objeción de conciencia como un derecho fundamental y, por tanto, ejercitable sin necesidad de reconocimiento específico.

De acuerdo con estas normativas (y allá donde existan), podrán ejercitar la objeción las personas obligadas a respetar las instrucciones previas. Es decir, el médico, el equipo sanitario y cuantas personas atiendan al paciente (art. 3.1 de la Ley 3/2005, de la Comunidad de Madrid). Puesto que ninguna establece ningún procedimiento para su ejercicio, ésta podrá alegarse verbalmente o por escrito ante las correspondientes autoridades sanitarias. No obstante, deberá comunicarse también al paciente, a los representantes de éste si es que se han designado y a sus familiares. Por otra parte, formulada la objeción, ésta será eficaz por si misma sin necesidad de que sea comprobada por un organismo administrativo.

La objeción puede ejercitarse respecto de las cláusulas contenidas en el documento de instrucciones previas, y contra los deseos de los familiares si el tratamiento que solicitan no consta en el documento. Igualmente, podrá objetarse contra las peticiones de tratamiento formuladas por el representante si está designado. Evidentemente, no cabe objetar respecto de las cláusulas contenidas en el documento que sean contrarias al ordenamiento, a la lex artis o contraindicadas para la patología del paciente, porque se tienen por no puestas de acuerdo con la legislación estatal.

Los casos más frecuentes y problemáticos serán, sin duda, los referentes a las medidas paliativas. Entre ellos, cabe citar el deseo del paciente de que no se le den calmantes aunque tenga fuertes dolores, o el supuesto contrario, es decir, cuando la persona ha manifestado la voluntad de que se le suministren todo tipo de analgésicos, incluidos los que acorten su vida. Asimismo, plantearán especiales dificultades los supuestos relacionados con las medidas de soporte vital. Tales son, entre otros, el deseo del enfermo de que no se le prolongue artificialmente la vida o, por el contrario, su voluntad de que su vida sea mantenida por todos los medios aunque ello comporte un encarnizamiento terapéutico.

 

c) La objeción de conciencia farmacéutica

En España, la negativa del personal farmacéutico a dispensar determinados medicamentos por motivos de conciencia está reconocida por dos Comunidades Autónomas (Ley 8/1998, de 16 de junio, de la Comunidad Autónoma de La Rioja, artículo 5.10; Ley 5/1999, de 21 de mayo, de la Comunidad Autónoma de Galicia, artículo 6). También este panorama aconseja reiterar la necesidad de reconocer la naturaleza de la objeción como derecho fundamental y su eficacia directa. Así lo ha hecho el Tribunal Supremo en el caso de los farmacéuticos, afirmando que el contenido constitucional de la objeción de conciencia "forma parte de la libertad ideológica reconocida en el artículo 16.1 de la CE [...], en estrecha relación con la dignidad de la persona humana, el libre desarrollo de la personalidad (artículo 10 de la CE) y el derecho a la integridad física y moral (artículo 15 de la CE) (... y por ello) no excluye la reserva de una acción en garantía de este derecho para aquellos profesionales sanitarios con competencia en materia de prescripción y dispensación de medicamentos" (sentencia de 23 de abril de 2005).

En este supuesto, parece razonable sostener que la objeción podrá ejercitarla no sólo el titular de la farmacia sino también el personal que trabaje en ella con la función de expedir medicamentos. La objeción exime del deber de dispensar los medicamentos cuyos efectos se consideran incompatibles con las convicciones morales del objetor, siempre que ello no suponga un peligro para la salud del paciente o usuario (art. 5.10 de la Ley 8/1998, de La Rioja; art. 6 de la Ley 5/1999, de Galicia). Esto resulta coherente con la consideración de la objeción como un derecho fundamental, pues el límite establecido por el artículo 16.1 CE a las libertades en él garantizadas es el orden público, uno de cuyos elementos es la salud pública (según dispone el artículo 3.1 de la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad religiosa).

 

4. PECULIARIDADES DE LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA EN EL ÁMBITO PENITENCIARIO

Poco se ha reflexionado sobre las peculiaridades que pueda revestir la objeción de conciencia en el contexto de las prisiones. Prácticamente todo el tratamiento doctrinal del tema viene proyectado sobre el sujeto común, adulto y capaz; y todo el debate se desarrolla presuponiendo la libertad y autonomía moral del sujeto, que le permite comportarse de acuerdo a sus convicciones, frente a un deber jurídico que le exija una conducta contraria. Ahora bien: ¿qué sucede en el caso de sujetos privados de libertad y, por tanto, limitados en el ejercicio de su autonomía personal y moral, presupuesto sobre el que se asienta la posibilidad de objetar? ¿Conservan íntegro su derecho a decidir en virtud del ejercicio de la libertad ideológica y de conciencia del art. 16.1 CE? ¿Y qué sucede con el personal sanitario de las prisiones? ¿Puede ejercitar también el derecho de objeción ante determinadas exigencias jurídicas de la Ley o el Reglamento penitenciario, como cualquier otro funcionario de la sanidad pública?

La jurisprudencia constitucional sólo se ha ocupado del caso suscitado por internos en huelga de hambre, resolviendo el conflicto entre el ejercicio de su libertad hasta el extremo de morir y el derechodeber de la Administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los internos, impuesto por el art. 3.4 de la Ley General Penitenciaria. La conocida sentencia del TC de 27 de junio de 1990, en relación con una huelga de hambre de presos del GRAPO (posteriormente corroborada en sentencias de 19 de julio de 1990 y 17 de enero de 1991), consagró una doctrina discutible, basándose en la existencia de "una relación de especial sujeción" entre el preso y la Administración que, como consecuencia del deber de ésta de velar por la vida, integridad y salud de los reclusos, permite imponer limitaciones a los derechos fundamentales de aquellos que se coloquen voluntariamente en peligro muerte. Cosa que no podría llevarse a cabo si se tratara de ciudadanos libres. Esta limitación de derechos, de acuerdo con el art. 25.2 de la Constitución, afectaría a lo que se establece en la Ley penitenciaria y a lo que se disponga en la sentencia condenatoria (STC 2/1987). En última instancia, el TC puso de relieve que, en el caso de los reclusos huelguistas, el ejercicio de su derecho fundamental a la libertad de conciencia tiene como límite el orden público (que opera como límite en todos los derechos fundamentales): no se puede someter a la Administración penitenciaria a un chantaje (ceder a una reivindicación). De ahí que pueda imponerse un tratamiento médico en esta circunstancia, lo que sería inadmisible en el caso de un ciudadano libre.

No obstante, hubo una discrepancia de criterio en el voto particular del Magistrado Leguina Villa. En su opinión, el deber de la Administración de velar por la salud debe cesar frente a la renuncia del recluso a recibir los cuidados médicos. Y éste es el núcleo real de la cuestión; porque la propia sentencia reconoce que "el Estado tiene obligación legal de proteger acudiendo, en último término, a dicho medio coactivo…, al menos si se trata de presos declarados en huelga de hambre reivindicativa, cuya finalidad no es la pérdida de la vida" (sentencia de 27 de junio de 1990, FJ 7º; de 19 de julio de 1990, FJ 5º; de 17 de enero de 1991, FJ 2º). Es decir, hay aquí un artificio jurídico interpretativo que distingue entre quienes utilizan la huelga como medio de presión pero supuestamente no quieren morir y quienes la podrían utilizar como medio para acabar con su vida, en uso de su legítima libertad. En este segundo supuesto, el TC aceptaría implícitamente que no cabe restricción, en virtud del orden público, al derecho fundamental de libertad ideológica (si son motivos de conciencia, ideológicos o religiosos los que llevan al sujeto a la huelga de hambre) y entendería respetable en este caso la decisión de morir en virtud del derecho a disponer de la propia vida, descartando por tanto todo tratamiento médico coactivo.

A la vista de esta doctrina se suscitan diversas cuestiones. En primer lugar: ¿puede un recluso negarse legítimamente a recibir un tratamiento médico? El art. 3.4 de la LOGP, como vimos, establece el deber de la Administración de velar por la salud de los reclusos y el actual Reglamento penitenciario, en su art. 210.1, establece que el tratamiento médico-sanitario se llevará a cabo siempre con el consentimiento informado del interno; pero en casos de peligro inminente para la vida, podrá imponerse un tratamiento médico contra la voluntad del paciente preso. Si atendemos a ambas disposiciones legales, la respuesta debería ser negativa: si hay peligro inminente para la vida, se puede imponer al recluso el tratamiento médico oportuno. Sin embargo, la Ley 41/2002 de Autonomía del Paciente, en su art. 8.1, establece la obligatoriedad del consentimiento libre y voluntario de los afectados para cualquier actuación médica sobre ellos, sin realizar ninguna excepción a este principio general para la población reclusa. Por tanto, a la luz de esta ley, los presos serían titulares de todos los derechos en ella regulados y, en concreto, del de no permitir actuaciones médicas que les afecten. Podría aducirse el carácter orgánico de la LOGP y el ordinario de la Ley de Autonomía del paciente, pero la relación entre ambas normas debe estar basada más en la competencia que en la jerarquía, por lo que la LOGP no puede suponer limitación alguna del derecho de los presos a decidir sobre tratamientos médicos que les afecten, con las limitaciones impuestas por los arts. 9.2.a y 9.2.b de la propia Ley, que atañen a los presos de igual modo que al resto de la población7.

¿Qué criterio debe prevalecer ante esta contradicción? Nosotros coincidimos con J. García- Guerrero y otros, en la prevalencia del derecho de autonomía del paciente, pero la jurisprudencia sigue prefiriendo atenerse a la LOGP y al RP8. Ahora bien, debemos realizar una importante precisión: si ciertamente resulta discutible (y por tanto interpretable) que un recluso pueda invocar la Ley 41/2004 exigiendo su derecho a negarse a recibir un tratamiento (el juez podría argumentar legítimamente en sentido favorable o contrario); lo que en absoluto admitiría discusión sería la invocación por parte del recluso de su derecho fundamental de libertad ideológica (de objeción de conciencia en su caso) para negarse a recibir ese tratamiento, ya que si no cabe oponer la limitación del orden público (no existe actitud reivindicativa que lo enerve), debe respetarse el ejercicio legítimo de ese derecho, aun con resultado de muerte: así se desprende de la doctrina constitucional. Contando, naturalmente, con que el preso sea competente y capaz, cosa que debe acreditarse con sumo cuidado, sobre todo contando con que la realidad mayoritaria en las prisiones viene determinada por la abundancia de trastornos de la personalidad y enfermedades psiquiátricas como pseudo-demencias carcelarias, síndromes de abstinencia, psicosis tóxicas, actitudes paranoides de querulancia, (pesadilla para los facultativos); sin olvidar la figura de los simuladores, anunciantes de suicidio o con cuadros depresivos o melancólicos fingidos, siempre difíciles de valorar9.

En resumen, la voluntad de un recluso de negarse a recibir un tratamiento médico, cuando de esta negativa puede derivarse la muerte, debe respetarse siempre cuando éste invoca su derecho fundamental a la libertad de conciencia (la Constitución está por encima de la LOGP y del RP); pero podría no respetarse si solamente invoca su derecho de autonomía como paciente (la LOGP y el RP, prevalecerían sobre la Ley 41/2004). El caso de un recluso, testigo de Jehová, que rechazara una hemotransfusión, resultaría paradigmático en este sentido; pero nada obsta para que el derecho de libertad ideológica pudiera ser invocado por un enfermo de SIDA o cualquier otra patología letal, con riesgo inminente de muerte.

Conectado con la defensa de este derecho fundamental del recluso, cabe plantearse la actuación del personal sanitario. En efecto, ante el requerimiento de la autoridad penitenciaria para que se actúe coactivamente imponiendo al recluso el tratamiento médico indicado que le mantenga en vida: ¿puede el personal sanitario negarse alegando su derecho de objeción de conciencia? Este caso ya no puede remitirse al ejercicio del derecho fundamental de libertad de conciencia ligado a la disponibilidad de la propia vida (jurisprudencialmente aceptado), sino a la consideración como fundamental del derecho de objeción de conciencia. De acuerdo con nuestra opinión positiva al respecto, entendemos que la salvaguarda de la dignidad del recluso (como fundamento del ejercicio de su derecho no limitado de libertad ideológica), justificaría la invocación del derecho de objeción por parte del personal sanitario a imponer ese tratamiento.

 

5. BREVE CONCLUSIÓN

De lo expuesto podemos concluir que, dentro del ámbito penitenciario, tanto los reclusos como el personal sanitario pueden invocar y ejercer su derecho fundamental de libertad ideológica (bajo el que se ampara el derecho fundamental de objeción de conciencia). En el caso de los reclusos, el ejercicio de este derecho sólo se encuentra limitado por el orden público que, en caso de plantear conflicto frente a la apreciación de administración penitenciaria, deberá ser ventilado por el juez (de manera que, en todo aquello que afecta en exclusiva a su vida y salud, pueden decidir de acuerdo a sus convicciones, si no existe ningún otro factor concurrente que permita enervar el orden público). En el caso del personal sanitario, el ejercicio de su derecho fundamental a la objeción de conciencia en el contexto penitenciario está sometido, como para el resto, a la misma restricción del orden público; pudiendo invocarse siempre para ser eximido de la exigencia de realización, en este contexto, de una prestación sanitaria contraria a las propias convicciones, en las mismas condiciones que cualquier otro profesional sanitario vinculado por una relación contractual o funcionarial con la administración pública de que se trate. De igual modo, en caso de conflicto, deberá ser el juez quien pondere y decida la prelación de los bienes confrontados.

 

 

CORRESPONDENCIA

Pedro Talavera
Profesor titular de Filosofía del Derecho.
Universitat de València
e-mail: pedro.talavera@uv.es
Avda Blasco Ibáñez, 13.
46010 Valencia

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

1. González-Vicén F. La obediencia al Derecho. Una anticrítico. Sistema 1985; 65:101-5.

2. Escobar-Roca G. La objeción de conciencia del personal sanitario. En Bioética, Derecho y Sociedad. Trotta. Madrid. 1998: 135-6.

3. Sieira-Mucientes S. La objeción de conciencia sanitaria. Madrid. Dykinson. 2002: 55-65 y 181 y siguientes.

4. Cebriá-García M. Objeciones de conciencia a intervenciones médicas. Thomson-Aranzadi. Pamplona. 2005: 24-42.

5. Cebriá-García M. Las peculiaridades del consentimiento de menores o de incapaces, cuando se trata de negativa a terapias vitales. En Objeciones de conciencia a intervenciones médicas. Thomson- Aranzadi. Pamplona. 2005: 42-54.

6. Cebriá-García M. Objeciones de conciencia a intervenciones médicas. Thomson-Aranzadi. Pamplona. 2005: 59-71.

7. García-Guerrero J, Bellver-Capella V, Blanco- Sueiro R, Galán-Cortés J.C, Mínguez-Gallego C, Serrat-Moré D. Autonomía y pacientes reclusos. Rev Esp Sanid Penit 2007; 9: 47-52.

8. Recurso de casación 182/2001. Sentencia de 18 de octubre de 2005. Sección Sexta. Sala de lo Contencioso- Administrativo. Tribunal Supremo. Madrid.

9. García-Andrade J.A. La medicina penitenciaria, una medicina de frontera. Rev Esp Sanid Penit 2008; 10: 33-4.

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