EDITORIAL

Ética, salud y atención sanitaria en las prisiones

Doy por supuesto que me dirijo a profesionales de la sanidad que trabajan en centros penitenciarios en los que no se tortura a los internos; en los que su trabajo no está al servicio exclusivo de las autoridades penitenciarias; en los que los reclusos no pueden ser penados con la muerte; en los que no se experimenta con ellos sin su consentimiento ni sometiéndolos a daños o riesgos desproporcionados. Me dirijo, en definitiva, a profesionales que tienen la oportunidad de trabajar en prisiones y no en centros de tortura. Desgraciadamente, son todavía muchos los países en los que esas normas mínimas que separan la civilización de la barbarie todavía no se cumplen; y entre ellos no sólo hay que contar dictaduras infames sino también democracias que se tienen a sí mismas como modelo universal.

Afortunadamente los profesionales de la sanidad penitenciaria española se dedican a la atención sanitaria de los internos; y no a sedarles para su ejecución, a ocultar las torturas de que sean objeto (o incluso a procurarlas), a experimentar con ellos sin su consentimiento y ocasionándoles graves daños, etc. Aunque estas acciones nos parezcan ahora aborrecibles y casi inconcebibles, no debemos perder de vista que han sido —y siguen siendo en muchos lugares— prácticas ordinarias entre algunos profesionales de la sanidad penitenciaria. Y la mejor manera de asegurar que no volverán a nuestras cárceles, es mantener vivo el ignominioso recuerdo de lo que unos seres humanos fueron capaces de hacer a otros.

Pero el campo de la ética en la atención sanitaria en las cárceles no se acaba aquí; tiene un horizonte mucho más amplio. Abarca 1) el deber jurídico de respetar escrupulosamente la totalidad de los derechos humanos de los internos en su condición de pacientes. Pero incluye también 2) los exigentes deberes hacia los reclusos-pacientes surgidos de las propias profesiones sanitarias. Esos deberes, que no son jurídicamente exigibles en la mayor parte de los casos, son los que dan sentido a la actividad profesional sanitaria: no se puede decir que se desarrolle una determinada profesión sanitaria si no existe un empeño real y prioritario por cumplir con esos deberes. A continuación voy a referirme tanto a los primeros como a los segundos.

Derechos humanos y atención sanitaria en los centros penitenciarios

Las condiciones en las que se desarrolla la atención sanitaria en las prisiones son muy particulares. Los pacientes tienen limitadas algunas de sus libertades por razón de su condena; no tienen capacidad real de elegir médico, ni de pedir una segunda opinión; viven en un régimen cerrado, permanentemente vigilados, y en un clima de escasez de ilusiones y abundancia de ansiedad, depresión y conflictos comunitarios. Todas estas circunstancias, y otras que no menciono, constituyen verdaderos factores de riesgo para la salud. Los profesionales, por su parte, se encuentran ante una población completamente distinta a la de sus compañeros de profesión, muy afectada por patologías directamente relacionadas con la vida carcelaria. Las relaciones suelen ser más complicadas porque los pacientes no eligen a sus médicos y porque muchas veces tienen que someterse a una atención sanitaria que no han buscado o que incluso no desean. Además los médicos de las cárceles dependen de las autoridades penitenciarias y no de las sanitarias, y esta dependencia tan anómala genera no pocas dificultades a la hora de actuar con libertad de criterio y de disponer de los recursos sanitarios necesarios.

En este clima, siempre peculiar y a veces sofocante en el que se desarrolla la atención sanitaria, puede resultar más difícil respetar los derechos del recluso-paciente. No es que los profesionales de la sanidad en las instituciones penitenciarias tengan menos sensibilidad para respetar los derechos; es que, al trabajar en un clima hostil, resulta más difícil salvaguardar algunos de esos derechos. Me refiero, por ejemplo, al derecho a la intimidad y a la confidencialidad de las informaciones relacionadas con la salud del paciente; al derecho al consentimiento informado; o al derecho a renunciar a un tratamiento. En ocasiones, la dificultad proviene de la doble lealtad a la que está sometido el profesional, que le llega a situar ante verdaderos dilemas morales.

Junto a estos derechos, debemos también considerar los derechos que más directamente tienen que ver con la salud: el derecho a unas condiciones básicas de salud y el derecho a una atención sanitaria aceptable. Los profesionales de la sanidad enitenciaria tienen que velar por que no se produzca ningún tipo de desigualdad en la atención sanitaria que reciben los presos con relación a la que reciben los demás ciudadanos. Pero, además, tienen el deber de asegurar unas condiciones aceptables de salud a los reclusos-pacientes. Y éste es un campo de posibilidades casi infinitas porque, si damos por bueno un concepto amplio de salud (aunque no necesariamente tan amplio como el que propuso en su momento la OMS), los profesionales tendrán que implicarse en la mejora de toda una serie de factores que condicionan la salud de los reclusos: el tipo de alimentación que reciben; las condiciones de higiene y confort de las celdas (luz natural y artificial adecuadas, ventilación, temperatura, tamaño de los espacios,...) y, en general, de los centros penitenciarios; la higiene personal y la limpieza y comodidad de las ropas que visten; las condiciones de higiene y seguridad en los trabajos que realicen; el ambiente social del centro; la eficacia de las medidas dirigidas a la reinserción social; los estilos de vida de los reclusos; etc.

El deber de la excelencia profesional

Pero junto a la garantía de los derechos de los reclusos en su condición de pacientes, los profesionales sanitarios tienen el deber de buscar la excelencia en su trabajo, que se articula entorno a dos polos: la excelencia técnica y la ética. La primera consiste en ofrecer a cada paciente la mejor asistencia sanitaria de que sean capaces. Esto, afortunadamente, se da por supuesto en los profesionales que trabajan en el sistema penitenciario. Pero no está de más recordar que, para lograrlo, es fundamental: primero, formarse continuamente; segundo, participar en proyectos de investigación que contribuyan a mejorar el conocimiento científico y, como consecuencia, la atención sanitaria de los presos; y, tercero, alimentar diariamente la ilusión por el propio trabajo.

La excelencia ética, por su parte, se basa en los principios del respeto incondicional a cada ser humano y del primado de los intereses del paciente sobre los intereses del profesional. A partir de estos principios se derivan toda una serie de exigencias que, por lo general, no se deben imponer por medio de la coacción jurídica pero son de obligado cumplimiento para todo aquel que afirme ejercer una profesión sanitaria. Voy a mencionar algunas, sin afán de ser exhaustivo en la relación.

Ni siempre los pacientes son ejemplo de amabilidad y buena disposición, ni siempre los profesionales están en el mejor momento para hacer su trabajo. Además, el objeto de la relación —los problemas de salud del paciente— frecuentemente genera situaciones difíciles de manejar por ambas partes. Por todo ello, es fácil que en cualquier relación sanitaria el profesional incurra en actitudes indebidas con relación al paciente: el desprecio (interior o, a veces, incluso manifiesto), la arrogancia, la imposición, la indiferencia, la condescendencia, el dejarse instrumentalizar, etc. Pues bien, a las dificultades inherentes a la atención sanitaria se deben añadir las derivadas del ambiente de las prisiones, que pueden incrementar aún más el riesgo de incurrir en esas actitudes. Por más duras que sean las condiciones en las que se desarrolle la relación sanitaria, la única forma correcta de actuar es el respeto escrupuloso hacia el paciente. Para lograrlo se hace necesario estar alerta frente a cualquier signo que exprese, aunque sea de forma sutil y casi imperceptible, alguna de las actitudes mencionadas.

El respeto no consiste sólo en mostrarse correcto en el trato, sino en adoptar una posición activa que contribuya a crear una relación de verdadera confianza. En ese clima de confianza que se consigue paulatinamente, resultará más sencillo llegar a conocer bien al paciente: sus aspiraciones, valores, preocupaciones, afectos; en definitiva, todos aquellos aspectos de su vida que facilitan que la atención sanitaria pueda ser más respetuosa con él y eficaz. El buen conocimiento del paciente es decisivo para informarle bien: para darle la información que requiera en cada momento y hacerlo en los términos más adecuados para su comprensión. Pero conocer al paciente no sólo es importante para eso. Es también el mejor recurso para no imponerle aquello que no desea y tiene derecho a rechazar y, sobre todo, para ayudarle a que pueda ordenar su vida y sus decisiones en materia de salud según sus criterios morales.

El resultado de perseguir ese tipo de relación con los pacientes-reclusos será, en muchos casos, la amistad médica. Es entonces cuando el paciente confía al profesional sanitario —especialmente al médico— sus problemas de salud, con la convicción de que el profesional actuará con total lealtad, integrando esos problemas de salud en el contexto de la situación existencial del recluso, y anteponiendo en todo momento los intereses del paciente en general, y de su salud en particular, a los suyos propios y, por supuesto, a los del régimen penitenciario. Con ello no quiero decir que los profesionales de la sanidad penitenciaria se constituyan en un aliado incondicional del recluso frente al sistema penitenciario. No tendría sentido. Pero tampoco lo tendría que fueran un instrumento de las autoridades penitenciarias para proporcionarles información confidencial que no se justifique por el bien del recluso y con su consentimiento, o para realizar actividades que no son propias del responsable de la atención sanitaria (por ejemplo, exploraciones a quienes han salido de permiso con la única finalidad de comprobar que no tratan de introducir drogas en la cárcel).

No soy tan ingenuo de pensar que el objetivo de la amistad médica sea fácil de conseguir en el entorno carcelario, cuando ni siquiera lo es en la atención sanitaria general. El riesgo de que los reclusos se nieguen a cualquiercolaboración o que pretendan instrumentalizar al profesional para embargo, no se puede dejar de intentar porque sólo en la medida en que se consigue se puede decir que la atención sanitaria alcanza su plenitud.

Cuando los profesionales de la salud que atienden a reclusos los tratan sin ejercer la más mínima discriminación, poniendo en ejercicio sus mejores capacidades científicotécnicas, y manifestando un respeto constante por ellos, aunque ellos en ocasiones puedan no hacerse acreedores al mismo, no sólo alcanzan la excelencia ética exigible a su profesión sino que, además, ejercen un efecto pedagógico sobre los propios presos que puede contribuir decisivamente a su rehabilitación. Y, aunque esto pueda parecer que sobrepasa la labor de los profesionales sanitarios, no es así porque la mejor protección para la salud de los reclusos está en que se ilusionen con reintegrarse plenamente a la sociedad en cuanto cumplan sus penas.

Para lograr todos los objetivos mencionados hasta ahora es necesario que concurran tres elementos: unas leyes que garanticen efectivamente los derechos de los presos en cuanto pacientes; unas políticas públicas que permitan a los profesionales de la sanidad actuar con independencia (dentro de la necesaria colaboración) con respecto a las autoridades penitenciarias y contar con los recursos necesarios para proporcionar a los reclusos la misma atención sanitaria que a cualquier ciudadano; y un temple personal capaz de ilusionarse con un trabajo tan importante para las personas internadas en centros penitenciarios y para el conjunto de la sociedad. Para alcanzar los dos primeros objetivos es necesario sensibilizar a los ciudadanos y, en especial a sus representantes políticos. Para logar el tercero, es necesario que los profesionales formen su temple moral.

La altura ética de una sociedad bien se puede medir por el trato humano que procura a sus reclusos y, concretamente, por la preocupación por su salud en un sentido integral y por su atención sanitaria. Los profesionales de la salud dedicados a esta labor tienen la doble responsabilidad de exigir a la sociedad el cumplimiento de esos deberes y de afanarse ellos por lograr la excelencia ética en esos quehaceres, aunque frecuentemente carezcan de los medios necesarios y del enorme reconocimiento social que les correspondería.

V Bellver Capella

CORRESPONDENCIA
Universitat de València.
átedra de Filosofía del Derecho
Edifici Departamental Occidental
Avda. dels Tarongers, s/n
46022 València

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